El glamour de los coches deportivos
transitando lo antiguo de Orleans,
los nuevos centros comerciales,
la apertura al turismo de Mercado,
el Tratado de Maastricht, Edimburgo.
Estamos en marzo del 93, aún invierno,
nuestro viaje de fin de curso celebrando
aquellas escaramuzas dentro del hotel,
vestidos de pijama y deseo a rostro oculto,
ceñido a los paisajes más íntimos.
En esta foto salen tus ojos,
el gusto en tus labios sin maquillaje;
-¡ríete boba, cuanto te plazca!-
no me fijé en las cabezas cortadas,
ni en el cielo que adorna Notre Dame;
parecía diferente el entorno y te expresaste
con tu dulce naturalidad mágica.
Esa noche desaparecí sin contarte un secreto,
volví al hotel horas más tarde, ¿lo sabías?
Desfloré el sabor de ese salón vietnamita
en las afueras de París, con algunos políticos,
en el argot de la cosmética contable
y el Mercado Único.
Yo militaba como espía sin cargos
por ser menor, la inocencia de un niño
arropado en el pórtico de adulto
de un muro de carga y letanía.
La recesión entonces marcaba el rumbo
de la Europa, de esa vieja Europa,
siempre distanciada en el Atlántico,
nostálgica en los parterres de Luxemburgo,
en la Sorbona y sus patios.
Mi color político era el del agua,
y mi bandera las estrías de la corriente
intelectual de aquellos días ajenos a los rusos
-no acababa nunca la guerra fría-.
Muchos algoritmos de paz y portada
en la gaceta, artículos de historia,
eran tan sólo apariencia del desnudo.
Tú estabas dormida en el hotel,
tras de aquella fiesta de invitados inoportunos,
sin soñarme despierta.
No había descansos en las calles,
las luces agotadas de la ciudad en ristre
anudaban al Sena sus últimos destellos,
sus gotas de luna, sus antros subterráneos
donde hacía frío de delincuencia,
los parques drogadictos, todo era extraño.
Acabado el invierno volvía a respirar.
Recuerdo aquellos pases de cine
en La Vaguada,
los ratos libres que nos dimos al mirarnos,
tus dudas al besarme –quizás las mías-
la llegada del otoño y el cambio de instituto.
Yo conté en el calendario de mi edad
que el refugio del Château quedaba lejos,
trozos de nostalgia trastocados después,
con nuevos amigos, desamores, paseos,
alguna reunión de viejos alumnos
-aquí me presentaste a tu novio, ¿recuerdas?-.
Aquella noche te guardé un secreto:
pensaba militar en el amor, declarándome
nada inocente, ansioso de tus besos
-quizá esperamos demasiado, ¿o fui yo?-
en tu cielo de altas horas,
revelando a tus fotos prudente la soledad.
Pero estabas acompañada como ahora,
y yo pálido e insípido como el agua helada.
Esa noche sí hacía frío, todo era raro,
y Madrid amanecía parisino sin las rosas,
con el vino tinto de los pasos de cebra
y los semáforos.
Adolescencia osada
Justo a los calzos de la cuesta
empedrada en los recelos amargos,
los cruces embargados en puerta cerrada,
el viaducto y los ruinosos despachos
donde se rubricaba la historia antaño,
acristalados como boda de realeza.
Ninguno de los relojes estuvo intacto,
ni los más puntuales que se vendan
por el cambio de siglo.
De oro solamente los futuros en la noche,
como cazos longevos del cariño
que a tientas existe ingenuo
aunque naufrague el mundo;
aún marchen descuidados, ufanos, valientes,
aquellos capitanes de ala triste
que buscan el jubón amarillo y conceden
enormes las gracias al azar y al juego.
Por entonces el brillo de tus ojos era mirarte,
ceñir tu reloj en retaguardia,
hacer de mechones de espalda mis bolsillos,
cubierta con la capa del desorden
la espada de tu olvido mustio.
Al menos el susurro en callejuelas
oye el eco de tus pasos, que te han visto
cruzar apresurada de otro siglo
el patio al mentidero de la iglesia.
Preguntar por el bautizo de un futuro
y ver el mismo palpitar que se asemeja
a los clérigos contrarios a la orden
de vetar los besos sin nombre y tan callados,
aquellos de invierno, borrachos, caducos,
que se sirven en cazos de cariño.
Adolescencia adulta
Hoy puedo ver a tus ojos cansancio,
escenas de libélulas del flexo
que germinan en papel sucio.
A las lomas del atril convexo de las calles
escribirían los poetas urbanos
ese raro estudio de farolas que alumbran
tu obsceno besar de reciclaje,
la huída de los grupos de charla
a cada noche de alumnas
hablando acerca de antiguos institutos,
sobre sexo borroso y chicos a altas horas,
con tu colegio en libertad bajo fianza
y tu sonrisa pícara y adulta
mayor de dieciocho.
Esos ojos furtivos de tus alas,
ahí empieza la huída desolados
de labio a labio en la penumbra
y rastro devoto de instintos.
De estar segura en mis brazos,
los bancos de jardines esconden
la plenitud de los árboles y sus cortezas,
nuevas siluetas de corazón en los andamios
férreos de las cuentas primitivas.
Se enturbia en tu cabeza frágil
mientras se desmaya la arritmia,
la falda que impregna los vaqueros,
tu flor del orgasmo en pétalos
de respiración entrecortada.
De la alquimia de farolas que delatan,
luce el cielo anaranjado y tenso
descansando en una atmósfera de olor
selecto a tu pulcro idioma,
las termas del invierno dulce al aire,
tus manos furtivas en la sabia
y nuestro corazón apuntalado
como andamio férreo
o enredo de las ramas de los árboles.
Puedo ver tus ojos relajados,
más allá de extraños complacidos
que germinan en el banco sucio del parque.
Ya te hablé de ese raro estudio
en tus labios de universitaria
en los tiempos de entonces,
antes del segundo piso compartido,
en las noches de escapada en tu colegio.
Accésit, en la modalidad Nacional, del XIV Certamen de poesía "Pepa Cantarero"
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