El 23 de abril se celebra el Día Internacional del Libro y los Derechos de Autor.
El 23 de abril es un día simbólico para la literatura mundial ya que
ese día en 1616 fallecieron Cervantes, Shakespeare e Inca Garcilaso de
la Vega, aunque existen diversas hipótesis sobre las fechas exactas de
la muerte tanto de Cervantes como de Shakespeare. La fecha también
coincide con el nacimiento o la muerte de otros autores prominentes como
Maurice Druon, Haldor K.Laxness, Vladimir Nabokov, Josep Pla y Manuel
Mejía Vallejo.
En 1995, la Conferencia General de la UNESCO, celebrada en París
decidió rendir un homenaje universal a los libros y autores en esta
fecha, alentando a todos, y en particular a los jóvenes, a descubrir el
placer de la lectura y a valorar las irremplazables contribuciones de
aquellos quienes han impulsado el progreso social y cultural de la
humanidad. Respecto a este tema, la UNESCO creó el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor, así como el
Premio UNESCO de Literatura Infantil y Juvenil Pro de la Tolerancia.
En Andalucía, cada año desde la creación del Centro Andaluz de las Letras,
el 23 de abril se rinde homenaje a un autor andaluz al objeto de
mantener y agrandar la memoria literaria de figuras tan importantes como
Aleixandre, Bécquer, Cernuda, Alberti, María Zambrano, Manuel
Altolaguirre, Francisco Ayala, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Luis
Rosales, José Moreno Villa. En torno a ese día se realiza una antología
dedicada al Autor del Año e igualmente se realiza un acto en cada una
de las capitales andaluzas.
Este año los actos se dedicarán al autor jerezano José Manuel Caballero Bonald, designado Autor del año por la Consejería de Cultura y Deporte. Además, el Manifiesto del Día del Libro 2013 en favor de la lectura ha sido realizado por Felipe Benítez Reyes.
Manifiesto del Día del Libro 2013
LA FESTIVIDAD DE LOS LECTORES
Los libros nos hacen movernos por regiones inexistentes, tratarnos con tipos fantasmales o vivir unas vidas que no hemos sido capaces de merecer, a veces por fortuna. Y es ese poder suyo para el espejismo lo que más nos inquieta, quizá porque, ante su brillante engaño, el engaño de nuestra propia vida queda en una situación bastante desfavorecida, como cosa de poca monta.
La literatura sabe herir la memoria, y sabe hacerlo de una manera implacable. Un libro puede dejarnos heridas que no se cierran nunca. Heridas en las que se cifre el recuerdo de un mundo que no nos pertenece y que, sin embargo, hemos confundido con nuestros mundos particulares, con esos mundos nuestros en que no ocurren sucesos fabulosos, en que no existen los misterios, los dragones, los seres perseguidos por su pasado ni las pasiones que acaban entregándose a la muerte.
Los libros no contienen el mundo, claro está, sino que son una parte del mundo, una de las muchas cosas que hay en el mundo. De todas formas, los libros comparten con el mundo mismo su condición de inmensa entelequia inabarcable para el entendimiento, pues el lector padece de vértigo infinitud: cuanto más lee, más le queda por leer.
Existen libros que explican la estructura de las galaxias y libros que revelan la vida cotidiana de los insectos, libros que arriesgan teorías sobre la formación de las estrellas y libros que celebran el lirismo titilar de las estrellas, libros que indagan en el ser o en la nada, libros que ofrecen antídotos contra la melancolía y libros que transmiten melancolías inconsolables, libros que desvelan el trazado de los laberintos abstractos de las matemáticas y libros que cuentan leyendas de piratas que gritan himnos fraternales y sanguinarios en tierras de Jamaica o Isla Verde, libros que hipnotizan nuestra voluntad y libros que conquistan nuestro corazón por razones que a veces no tienen nada que ver con el corazón, libros que contienen poemas dedicados a muchachas de duro mármol frío y libros de versos que celebran las cosechas, libros que llevan dentro el veneno de la sátira, libros que destilan el licor áspero y bronco de las pasiones sin suerte, libros que desprenden la neblina gótica de las historias de espectros ensangrentados, libros que transpiran el sudor de los aventureros, libros que huelen a alcoba clandestina, a bar de bebedores solitarios y bravíos, a estepa nevada por la que se desliza un trineo...
Este años, los andaluces celebramos la concesión del Premio Cervantes a nuestro paisano José Manuel Caballero Bonald, un autor que ha apostado por la literatura exigente, por la literatura que se exige lo máximo a sí misma. En sus poemas, en sus novelas, en sus libros de memorias y ensayos, Caballero Bonald nos cursa un invitación personal y transferible para adentrarnos en un laberinto de palabras bien medidas, en un universo de percepciones y de obsesiones, de indignaciones y de quiebros mágicos.
Celebramos con él, con sus libros, esta fiesta de la lectura.
Celebramos la lectura como ese privilegio íntimo que se nos concede con sólo leer una primera frase y dejarnos hipnotizar.
Felipe Benítez Reyes
LA FESTIVIDAD DE LOS LECTORES
Los libros nos hacen movernos por regiones inexistentes, tratarnos con tipos fantasmales o vivir unas vidas que no hemos sido capaces de merecer, a veces por fortuna. Y es ese poder suyo para el espejismo lo que más nos inquieta, quizá porque, ante su brillante engaño, el engaño de nuestra propia vida queda en una situación bastante desfavorecida, como cosa de poca monta.
La literatura sabe herir la memoria, y sabe hacerlo de una manera implacable. Un libro puede dejarnos heridas que no se cierran nunca. Heridas en las que se cifre el recuerdo de un mundo que no nos pertenece y que, sin embargo, hemos confundido con nuestros mundos particulares, con esos mundos nuestros en que no ocurren sucesos fabulosos, en que no existen los misterios, los dragones, los seres perseguidos por su pasado ni las pasiones que acaban entregándose a la muerte.
Los libros no contienen el mundo, claro está, sino que son una parte del mundo, una de las muchas cosas que hay en el mundo. De todas formas, los libros comparten con el mundo mismo su condición de inmensa entelequia inabarcable para el entendimiento, pues el lector padece de vértigo infinitud: cuanto más lee, más le queda por leer.
Existen libros que explican la estructura de las galaxias y libros que revelan la vida cotidiana de los insectos, libros que arriesgan teorías sobre la formación de las estrellas y libros que celebran el lirismo titilar de las estrellas, libros que indagan en el ser o en la nada, libros que ofrecen antídotos contra la melancolía y libros que transmiten melancolías inconsolables, libros que desvelan el trazado de los laberintos abstractos de las matemáticas y libros que cuentan leyendas de piratas que gritan himnos fraternales y sanguinarios en tierras de Jamaica o Isla Verde, libros que hipnotizan nuestra voluntad y libros que conquistan nuestro corazón por razones que a veces no tienen nada que ver con el corazón, libros que contienen poemas dedicados a muchachas de duro mármol frío y libros de versos que celebran las cosechas, libros que llevan dentro el veneno de la sátira, libros que destilan el licor áspero y bronco de las pasiones sin suerte, libros que desprenden la neblina gótica de las historias de espectros ensangrentados, libros que transpiran el sudor de los aventureros, libros que huelen a alcoba clandestina, a bar de bebedores solitarios y bravíos, a estepa nevada por la que se desliza un trineo...
Este años, los andaluces celebramos la concesión del Premio Cervantes a nuestro paisano José Manuel Caballero Bonald, un autor que ha apostado por la literatura exigente, por la literatura que se exige lo máximo a sí misma. En sus poemas, en sus novelas, en sus libros de memorias y ensayos, Caballero Bonald nos cursa un invitación personal y transferible para adentrarnos en un laberinto de palabras bien medidas, en un universo de percepciones y de obsesiones, de indignaciones y de quiebros mágicos.
Celebramos con él, con sus libros, esta fiesta de la lectura.
Celebramos la lectura como ese privilegio íntimo que se nos concede con sólo leer una primera frase y dejarnos hipnotizar.
Felipe Benítez Reyes